¿Por qué luchaban ellos en la defensa de Madrid en
1936?
Por Miguel Urbano Rodrigues
En viaje reciente por Madrid, un impulso de
nostalgia me llevó hasta la Ciudad Universitaria. Me perdí en las amplias
avenidas entre los edificios modernos de diferentes Facultades e Institutos
rodeados de apacibles espacios verdes.
Tuve la sensación de llegar a un lugar desconocido. Y no lo era. La
ilusión de lo “nuevo” nacía de la acción del hombre; la Ciudad Universitaria fue
reconstruida durante la dictadura.
Había caminado por allí en 1947 durante mi primera visita a España. El
panorama en esa época era otro. Yo llevaba en la mano el libro de un francés
que describía con detalle la defensa de Madrid en el otoño de 1936.
Yo era entonces un joven sin formación política, modelado por una
educación burguesa. Pero el choque de la lectura fue tan fuerte que me atrajo
al escenario de la batalla. Guardaba en la memoria imágenes y emociones de las
semanas en que republicanos españoles aparecían en el monte donde yo, adolescente,
residía en Moura con mis padres. Mi madre era una señora muy conservadora, pero
tenía pena de aquella gente que atravesaba la frontera y los dejaba dormir una
o dos noches en un granero. Ellos huían de la columna franquista de Yagüe que,
subiendo de Sevilla, rumbo a Badajoz y Madrid, cometía masacres espantosos por
donde pasaba.
Transcurridas más de seis décadas, era difícil imaginar en la
serenidad casi bucólica de la Ciudad Universitaria que allí se había librado, a
las puertas de Madrid, una batalla cuyo resultado prolongó el conflicto español
hasta las vísperas de la II Guerra Mundial.
Comparé en el libro las imágenes que distanciaban la Ciudad
Universitaria de la inicial que yo había conocido y esta de la actual.
En 1947, la reconstrucción solo principiara. Eran aun identificables
ruinas de edificios destruidos durante los combates.
El libro del escritor francés, cuyo nombre no recuerdo, era imparcial.
Evocaba los acontecimientos casi cronológicamente a partir del golpe de estado
del 36, iniciado por Franco en Marruecos y Mola en el Norte.
Recuerdo que el relato dejó en la memoria semillas tan fuertes que
durante mi largo exilio brasileño escribí un cuento cuyo personaje había
luchado en el frente de Madrid con los republicanos.
Pero solamente muchos años después, ya comunista, y habiendo leído
obras fundamentales sobre aquella guerra trágica y romántica comprendí el
significado profundo de la épica defensa de Madrid.
En el invierno de la vida, evocar lo que allí pasó, en las orillas del
Mazanares, me encaminó para una reflexión muy diferente de la que en la
juventud me había conducido a la Ciudad Universitaria en reconstrucción.
En esa primera visita yo me había esforzado por ir al encuentro de la
Historia por medio de la lectura de los combates en que se enfrentaron fuerzas
antagónicas. Intentaba imaginar el choque de las tropas del general Varela y
del coronel Yagüe con los milicianos y las columnas anarquistas que asumieron
la defensa de la capital, bajo el mando de Miaja y Rojo, mientras se formaba el
Ejército Popular de la República.
Sentado en un talud, contemplando ruinas en la ladera que descendía
para el Mazanares, tenía el dedo en un mapa que localizaba las antiguas
facultades destruidas cuando alguien me tocó en el hombro.
Era una mujer de unos 70 años. Preguntó:
«Que libro es ese?»
Le dije que era el libro de un escritor extranjero sobre la defensa de
Madrid cuando llegaron allí los moros.
Ella sonrió. Mi respuesta abatió el muro de la desconfianza. Se sentó
a mi lado y habló durante mucho tiempo, mientras yo la oía, callado.
Contó que trabajaba en el Hospital Clínico, arrasado días después, así
como la Casa de Velazquez, cuando la vanguardia de los franquistas atacó a
inicios de noviembre del 36. El ímpetu de la ofensiva fue tan fuerte que los
milicianos y los anarquistas de la improvisada línea defensiva recularon en
desorden. El Gobierno de Largo Caballero se había trasladado de la capital para
Valencia. Los civiles del barrio pensaron que la guerra acabaría
inmediatamente. Los aviones italianos y alemanes bombardeaban todos los días
Madrid. Una compañía de moros penetró hasta la Plaza de España. Pero de repente
todo cambió.
Quebrando el aire pesado de la tarde con la mano que apuntaba para
lugares que nombraba, donde la batalla fuera más intensa, la vieja señora,
testigo de la batalla, pronunció palabras que no olvidé:
“El día 18, llegaron los hombres de la XI Brigada Internacional.
Avanzaron al encuentro del enemigo y obligaron a los moros a recular. Algunos,
los pocos que sabían español, cantaban un himno que comenzaba así:
País lejano nos ha visto nacer
De odio llena el alma hemos traido
Pero la patria no la hemos aun perdido
Nuestra patria está hoy en Madrid.
Y entonces, volvimos a creer. El pueblo de Madrid comenzó a gritar en
las calles el No pasarán. Y los franquistas no pasaron!
El día 23 de noviembre, los combates acabaron. Los nacionalistas se
enterraron en trincheras en la Ciudad Universitaria y allí quedaron hasta al
fin de la guerra».
La mujer, así como había aparecido, inesperadamente, desapareció. Se
despidió con un seco «Adios, señor» y se alejó.
¿Habría participado de alguna manera al lado de los defensores de
Madrid? La atmósfera en España, en aquella época, desaconsejaba preguntas a una
desconocida.
La «NO INTERVENCIÓN»
Al volver a ver la actual Ciudad Universitaria, vivía en mi cuerpo
envejecido un hombre muy diferente del joven que por allí había pasado en la
plenitud de la dictadura de Franco, empujado por el deseo de comprender lo que
había pasado en las orillas del Mazanares en días decisivos de una guerra que
lo perturbaba desde la adolescencia.
Había leído miles de páginas sobre el tema, desde los cuatro volúmenes
de «Guerra y Revolución en España» (1) a la novela «La Casa de Eulália» (2) y
muchas obras sobre los debates en la Sociedad de Naciones y en el Comité de No
Intervención creado para evitar la intervención de las grandes potencias en el
conflicto.
Yo sabía que el Comité, instalado en Londres, no había alcanzado el
objetivo propuesto. Fue en la práctica un organismo meramente formal. Alemania
e Italia no respetaban desde el inicio sus resoluciones, con la complicidad
farisaica de Inglaterra y de Francia. Cuando Hitler y Mussolini decidieron
apoyar militarmente la sublevación de Franco y Mola, Inglaterra, potencia naval
hegemónica, podría haber impedido el desembarco de tanques, aviones y de miles
de soldados italianos en los puertos de Andalucía. Pero se limitó a protestas
hipócritas. La Francia de Leon Bum cerró la frontera con Cataluña, impidiendo
la entrega al gobierno del presidente Manuel Azaña de armas que este había
comprado y pagado.
Eso mientras los aviones alemanes de la Legión Condor, pilotados por
nazis de la futura Luftwaffe, bombardeaba la población civil de ciudades de la
República. La destrucción de Gernika es recordada como ejemplo y símbolo de la
barbarie fascista.
Fue solamente en octubre que cargueros venidos de la URSS, en
respuesta a la ostentosa intervención de las potencias del Eje, descargaron en
Cartagena los primeros cazas Policarpo I-16. Conocidos en Madrid por “chatos” y
“moscas”, entraron en combate inmediatamente, abatiendo numerosos Heinkel,
Junkers y Fiat para sorpresa de los estados mayores de Londres y París.
La pasividad británica y francesa estimuló la escalada del fascismo.
Hitler la interpretó correctamente. La política de «No intervención» funcionó
en la práctica como un prólogo de la capitulación de Munich.
La Gesta de las Brigadas
Decenas de libros en muchos países evocan la epopeya de las Brigadas
Internacionales, desde tesis académicas a memorias y reportajes. Hasta novelas.
El cine también le dedicó atención.
Cuestiones polémicas son transversales en ese conjunto heterogeneo de
trabajos. Las contradicciones se inician en las estadísticas. No existen
registros oficiales sobre el numero de participantes en las siete Brigadas
formadas en Albacete, la ciudad donde funcionó el estado mayor de la
organización, bajo el mando del francés André Marty. Las evaluaciones oscilan
entre 35.000 y 50.000.
Las Brigadas fueron creadas en París, por iniciativa de la III
Internacional. Pero es falso que todos sus integrantes fueran comunistas.
Algunos de ellos se hicieron, años después, personalidades de renombre
mundial: el alemán Willy Brandt, el yugoslavo Josip Tito, los italianos Pietro
Neni y Luigi Largo, el albanés Enver Hosha, el mexicano David Alfaro Siqueiros.
Miles de voluntarios extranjeros combatieron por la República sin pertenecer a
las Brigadas. Entre otros el francés André Malraux y el inglés Geoges Orwell,
ambos escritores famosos.
Existe consenso sobre el comportamiento heroico de las Brigadas en los
múltiples frentes en que se batieron. La gran mayoría de esa gente no tenía
formación militar. Pero ellos dejaron como colectivo revolucionario memoria de
combatientes ejemplares.
Dos generales de las Brigadas, el húngaro Lukács y el soviético
Kleber, adquirieron prestigio internacional por su capacidad como estrategas en
las batallas en que intervinieron.
Cuando las Brigadas se retiraron de España a finales de 1938, bajo la
presión internacional, centenares de sus miembros, no pudiendo regresar a sus
países, fueron tratados como apátridas y perseguidos, algunos ingresados en
campos de concentración.
Pero la calumnia, la falsificación de la Historia y la propaganda
fascista no podían borrar la gesta de esos hombres. Hoy, en 15 ciudades de tres
continentes se levantan monumentos dedicados a ella.
Por qué combatieron ellos en España?
Los nombres de algunas Brigadas encierran de cierta manera la
respuesta a la pregunta: Garibaldi, Dimitrov, Thaelman, Louise Michel, Lincoln,
Viallant Couturier, Henri Barbusse, Comuna de París.
Con opciones ideológicas diferenciadas, ellos combatieron hermanados
por el sentimiento de solidaridad con el pueblo español agredido por el
fascismo.
Recordar esos revolucionarios maravillosos es un deber en una época en
que el fascismo levanta la cabeza en Europa, en los EUA, en América Latina. En
las llanuras y montañas de España ellos supieron luchar y morir en defensa de
la Humanidad, de valores e ideales que confieren significado a la vida.
Estos días en que, fortificada en el Poder, una derecha cavernícola,
fascistizante, intenta en Portugal destruir lo que resta de la Revolução de Abril e impone al pueblo una auténtica
dictadura del Capital, concretizada en leyes y decretos que traen a la memoria la
era de Salazar- es también un deber combatir esa escoria humana, derrotar su
política criminal.
No será como en España del 36, por las armas, que los portugueses
podrán hoy enfrentar el monstruoso sistema que los oprime y lanza a la miseria.
Pero, inevitablemente, el pueblo trabajador, a medida que se profundice en las
masas la conciencia de que la dictadura de fachada democrática de la clase dominante
lo conduce a la ruina y a una servidumbre de nuevo tipo, volverá, como en
grandes momentos de nuestra Historia, a asumirse como sujeto en el proceso de
transformación de la vida. Ese día, sin fecha previsible, llegará por la fuerza
de la lógica de la Historia.
Serpa, 18 de Febrero de 2013
1.«Guerra y Revolucion en España»,
obra elaborada por una Comisión presidida por Dolores Ibarruri, Editorial
Progreso, Moscú,1967.
2. Manuel Tiago (pseudónimo de Álvaro Cunhal), «La Casa de Eulália», Ed. Adelante, Lisboa 1997.